En cuanto profundizamos en una conversación nos solemos dar cuenta de que, aun utilizando las mismas palabras, no hacemos alusión a los mismos conceptos, y se produce así una –yo diría, insoluble– disfunción del lenguaje. Nos lo hacía notar Jorge el otro día en la reunión del Foro Bilbao. “Cada uno de nosotros se refiere a cosas distintas cuando habla de 'líder': algunos hablan de la persona que cataliza, otros de la que facilita, otros de quien conduce, o de quien cierra, o abre, o recoge, u organiza...” Y efectivamente así era, y así suele ser.
A raíz de este comentario, que me evocaba una de esas sensaciones que una y otra vez se repiten, comienzo a reflexionar sobre esta insoluble disfunción de la comunicación. La comunicación es algo siempre deficiente, en el sentido de que siempre carece de algo, nunca llegamos a una comunicación plena. Dicho de otro modo: la comunicación es en esencia disfuncional.
Ignorar esto nos lleva a la superficialidad, un disfraz tras el que en realidad no hay más que aislamiento e incomunicación. Hacer como si fuera posible comunicarnos plenamente, no hace más que crear capas de disfraces. Mientras permanezcamos ignorantes de esta realidad, la comunicación no tiene otra forma posible que la superficialidad.
Un primer elemento que nos ayudará para alcanzar una comunicación más profunda y más plena es, en consecuencia, despertar de esta ignorancia, de esta recurrente pretensión de cierre del lenguaje para que todos hablemos de lo mismo cuando decimos A o B. ¿Cuántas veces hemos oído eso de que “tenemos que aclarar lo que quiere decir tal o cual palabra y hablar todos un mismo idioma porque así no hay forma de entendernos”, como si realmente fuera posible hacer esta simplificación? Me parece muy positivo que seamos conscientes de la disfunción, pero creo que la pretensión de superarla es contraproducente.
Me vienen muchos ejemplos a la memoria, tanto de la toma de consciencia -como el ejemplo con el que iniciaba-, como de la pretensión de superar la disfunción. Recuerdo una vez en que una amiga consultora a quien aprecio mucho me hablaba del trabajo que estaba desempeñando en una organización, trabajo que tenía por objeto uniformizar el lenguaje que se utilizaba. No se lo dije pero me pareció un desempeño baldío y un empeño equivocado, ¿retorcido?. No es mi intención hacer una crítica de este caso concreto; entre otras cosas, soy consciente de que quizá haya alguna malinterpretación en alguno de los puntos de la cadena de relatos sucesivos que desembocan en este ejemplo. Lo que me interesa es, ante todo, la reflexión que el ejemplo, interpretado con más o menos acierto, me suscita y, así, me pregunto: ¿Entonces, a partir de la uniformización las personas deben hablar de manera distinta en cuanto entran a su oficina? ¿Cuál es la pretensión? Las personas nos enriquecemos continuamente y enriquecemos nuestra concepción de las cosas y nuestro lenguaje a través de todas las experiencias que vivimos. ¿Se ignora esto? ¿Somos conscientes de la mutilación que supone para las personas y para las organizaciones el que no se generen los contextos adecuados para fomentar este enriquecimiento?
Alfonso (Vázquez) suele definir la comunicación como la puesta en común: no es la uniformidad su garante, sino, opuestamente, el flujo continuo de interpretaciones, exploraciones, divergencias, convergencias.
Este despertar al que nos referimos contiene, así, un elemento paradójico: debemos ser conscientes de que no es posible para que sea algo más posible. Pretender el todo nos lleva a la nada.
Y me pregunto entonces, ¿una vez conscientes de la gran complejidad que entraña la comunicación y de la imposibilidad de alcanzarla en forma plena, qué podemos hacer para avanzar, para superar algo esta disfunción? ¿cómo favorecemos esta puesta en común? Y encuentro una respuesta que a mí misma me sorprende pero que creo que contiene verdad: lo que nos ayuda a superar la disfunción esencial es el deseo de comunicación, que nos lleva inevitablemente al deseo de conexión con el otro, que no sé si se puede llamar de otra manera que no sea amor.
Trato de recular en mi reflexión, ya que de comunicación se habla en ámbitos de lo más diversos, y en muchos nos chirriaría absolutamente hablar de amor. Efectivamente, parece que existe comunicación, comunicación incluso muy eficaz sin asomo de amor: El terrorista comunica, el maltratador comunica, el tirano comunica... ¿Qué es entonces comunicación? Y ¿por qué no estoy hablando de esos casos?
Decimos de la comunicación que es eficaz cuando “quiero hacerme entender y lo logro, quiero entender al otro y lo logro, quiero comunicarle algo y lo logro”, habida cuenta de que salvo en este tercer caso, en el que a veces sí, nunca, como ya hemos dicho, hay comunicación plena, nunca lo logro plenamente. ¿Qué sucede, pues, en los casos citados a diferencia de aquellos otros a los que sí me quiero referir? Sucede que se produce una desubjetivización o despersonalización en el acto comunicativo: aquella persona a quien el terrorista comunica no es sujeto, sino mero objeto para este; aquella persona a quien el maltratador comunica no es sujeto, sino mero objeto para este; aquellas personas a las que las tiranas comunican, no son sujetos sino meros objetos para estas. El quid está en la diferencia que podemos establecer entre la comunicación abierta y generativa y la comunicación cerrada e instrumental. Ambas necesarias para el ser humano (no en las formas que aludía, pero sí en otras muchas), pero que se producen en planos distintos.
Si estoy comiendo con otra persona y le pido que me pase el pan, es altísimamente probable que me entienda e incluso me pase el pan, es decir, que la función instrumental se resuelva con éxito. Pero, no deja de ser más probable que ese simple acto comunicativo tenga muchas más derivadas: el gesto ha roto el silencio, iniciando una timorata conversación; el gesto ha interrumpido una conversación, poniendo de manifiesto el poco interés en la misma de alguno de los dos o de los dos; el gesto ha sido seguido de otro cariñoso o de uno distante y frío...
La comunicación, más allá de su plano instrumental, en el que sí puede ser funcional, siempre es deficiente, en el sentido de que siempre hay algo de lo que carece, algo que podía haber sido dicho y no lo ha sido. Recojo una cita de Carlos Castilla del Pino en “La incomunicación”:
“Sólo en un sentido lato podría decirse que no existe la comunicación, o que la incomunicación es el rasgo más sobresaliente de los modos de relación usuales en nuestra sociedad. Naturalmente que si se acogiera en su acepción literal, la afirmación es inextacta por exagerada. La comunicación existe. Pero en cada caso lo que hay que preguntarse es qué es lo que se comunica y cuánto queda por comunicar (o es exigitivo reprimir).”
Siempre hay, por tanto, una vía por donde explorar. Y si hemos dicho que la comunicación es funcionalmente deficiente en su realización, resulta que potencialmente es excedente: siempre deja abierto un gran abanico de posibilidades.