"Hay que empezar desde la educación"

“Tienes una obsesión moral
por referir todo a lo bueno y lo malo,
sin entender que la vida es otra cosa,
más allá del bien y del mal,
espantosa y esplendorosa a la vez.

Vivir no es elegir uno
u otro lado de la barrera,
sino sumergirse en el torbellino
donde se mezclan y bifurcan a la vez
sensaciones, vivencias, conductas de todo tipo.

Hay gente que vive una vida ordenada,
establecida, moralmente irreprochable,
pero hay un mundo fuera que no es ese,
y es el mundo donde se decide la vida…”

El otro día volví a escuchar aquello de que “hay que empezar desde la educación”. En este caso era referido al tema de la violencia de género, con motivo de un concurso dirigido a adolescentes para guiones de cortometrajes que abordaran ese tema. La idea me pareció bonita y positiva. Pero me volvía a preguntar si no ponemos demasiadas expectativas en este tipo de iniciativas…
Parece que la idea que subyace a la tantas veces oída “hay que empezar desde la educación” es que tenemos asumido que las generaciones de adultos actuales somos incorregibles, pero sin embargo, creemos que podemos moldear a los jóvenes en los valores que establezcamos como positivos, y así, la sociedad en unas décadas estará regida por los valores positivos y amorosos que a todos nos gustaría…. Qué gran ingenuidad, ¿verdad?
Los valores de una persona se van formando a través de millones de inputs, y de éstos, como tantas veces se dice, los orientados desde el sistema educativo representan sólo una pequeña parte. Los medios de comunicación y el entorno próximo influyen tanto o más que el sistema educativo en la formación de valores. Son aquellos los que prevalecen, sobre todo, cuando son contradictorios con los valores orientados desde el sistema educativo, porque representan un espacio más vital para el niño o adolescente, dando lugar a dos planos: el plano de los valores realmente incorporados y el plano de los valores políticamente correctos.
¿Y qué sucede en aquellos casos en los que no hay tanta contradicción, es decir, en aquellos casos donde el resto de los espacios del niño o adolescente está en relativa sintonía con los valores que se orientan desde la educación, cuando se asumen los valores políticamente correctos? Reflexiono algo sobre ello.
Me pregunto si no tendemos cada vez más a presentar desde el sistema educativo un mundo ideal –un mundo que no está fuera.
Hoy no se dan las visibles –claro que me son visibles hoy a mí- inconsistencias que se daban hace 50 años en la educación. Entonces la violencia en las aulas era aceptada, la autoridad del profesor se podía ejercer de forma tiránica, la disciplina exigida al niño podía llegar a ser inhumana, y se enseñaban contenidos de dudosa utilidad, no sólo desde el punto de vista del conocimiento, sino de las habilidades ejercitadas, donde parecía que el ejercicio de la memoria era la base de todo.
Hoy el sistema educativo ha evolucionado muchísimo, tanto en contenidos, como en métodos y en la erradicación de la violencia y métodos coercitivos. Lo que me preocupa es que a lo largo de los cursos y desde distintos enfoques y materias se va haciendo una referencia continua a una sociedad ideal: Las iniciativas de concienciación, y el apoyo recibido de los medios a estas campañas, etc. giran siempre entorno a la pregunta de “cómo debiera ser”. Y creo que esto va construyendo en el imaginario de los niños-adolescentes una sociedad ideal que supuestamente “está fuera”. Cualquier problema que tenga la sociedad - desde el ecologismo, la identidad sexual, la violencia, la injusticia, el racismo, el machismo, etc…- se pretende solucionar “empezando desde la educación”, en la práctica esto se traduce en que se presenta a los niños-adolescentes cómo debiera ser un mundo sin ese problema, lo que lleva a que lo ignoren, a que lo crean solucionado, superado.
Supongo que todas las mujeres que entramos en el mundo laboral o profesional nos llevamos muchos disgustos y decepciones hasta que vemos que aquel mundo donde existe la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres sigue siendo algo ideal, no material. Diría que es una aspiración ideológica conquistada como valor ideal, pero seremos cínicos si confundimos esta conquista con lo que realmente ocurre.
Lo mismo sucede con múltiples temas, donde el acuerdo, el consenso a nivel ideológico es muy elevado, pero, la realidad es otra muy distinta. El lenguaje políticamente correcto es la mejor expresión del plano ideológico, y de lo vacío que llega a ser.
Temo que este lenguaje construya personas que no comprendan lo que sucede a su alrededor, cuyas emociones más frecuentes en relación a la socialización vayan a ser la frustración y la impotencia en grado extremo. ¿Van a tener estas personas habilidad, fuerza y recursos para adentrarse en el mundo donde “se decide la vida”? ¿O vivirán una vida de seguir la ola como puedan? ¿De adaptarse a lo dado?
La sociedad en la que nuestros hijos se van a desenvolver no se va a mover en el plano de lo ideal, nos guste o no. Sin hacer ningún juicio de valor sobre los valores en sí -ya que esta reflexión me parece aplicable sean los que sean- ¿qué conseguimos educando a personas en ese plano ideal cuando sabemos que la sociedad en la que se van a desenvolver no se va a mover en ese plano? Reflexiono sobre la gran frustración que esto causa, que será seguida por un sentimiento de impotencia y alguna vía fácil de “yo me sumerjo en mi mundo y a los demás que les den tila”… ¿No estaremos haciendo que, educados en ese plano ideal, se vean impotentes para actuar en la sociedad real? ¿No sería más eficaz un mayor acercamiento a la realidad para explorar formas desde ella de luchar contra aquello que no nos gusta, contra aquello que coarta la libertad, contra aquello que es injusto?
Cuando has aprendido que el mundo real tiene mucho que mejorar, puedes desear hacerte mayor para empezar a cambiar cosas. Cuando has aprendido que el mundo ya está muy avanzado, que todo está encauzado,… ¿puedes sentir también ese deseo de contribuir a mejorar o ya no hace falta?
Creo que más que presentar un mundo ideal, un mundo de relaciones ideales, la educación debiera enseñar cómo luchar contra aquello que no es aceptable, porque, y así concluyo, la educación se puede estar convirtiendo en una herramienta al servicio de la separación entre planos ideales superficialmente vividos y planos donde se decide la vida, o dicho de otra manera, una herramienta al servicio de la infantilización de la sociedad en lugar de contribuir a la formación de personas libres, maduras y agentes de su propio destino.


Maite Darceles
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Cuaderno de trabajo 4: Educación

Una aproximación al crecimiento personal desde el deseo

Todos los escritores que nos gusta leer nos atraen precisamente porque de una u otra manera hablan de la esencia humana, de lo que somos en nuestro ser más profundo, de nuestras contradicciones y, también, de cómo las personas se encuentran a sí mismas o encuentran sentido a su existencia. Hay miles de relatos literarios que recogen –con mayor o menor acierto, que gustarán más a unos que a otros- estas vivencias subjetivas que a veces aportan nuevas miradas, nuevas pistas a quien las lee o ve en una película. Hablamos de encontrarse, emanciparse, liberarse, realizarse, autorealizarse, desarrollarse, crecer… No tengo el menor interés en hacer en este escrito tentativas de generalización sobre cómo alcanzar la realización –hay muchos libros de autoayuda y muchos autores que han alcanzado fama y publican bestsellers con estos temas-. Yo más bien quiero reflexionar sobre la idea de la imposibilidad de llegar a esa generalización dada la esencia subjetiva e inmanente del proceso de crecimiento, con las implicaciones que ello tiene, por ejemplo, para las herramientas en gestión de personas que se inventan y reinventan. Y como inmanente que es, también quiero sugerir la relación entre el proceso de crecimiento y el deseo. ¿Puede alguien sin deseo ser libre? ¿Y ser una gran persona, capaz de grandes cosas –en el mejor sentido de la palabra “grande”?
Una de las primeras aproximaciones que tuve a la idea de crecimiento fue en la carrera con la pirámide de Maslow. Como sabéis, este autor habla de cinco niveles de necesidades que el ser humano va alcanzando por niveles, requiriendo –según este modelo- tener uno cubierto para ascender al siguiente, y en la cúspide se coloca la realización personal. Llevando a un extremo caricaturesco este modelo, podríamos caer en la tentación de pensar la humanidad como algo cuyas necesidades pudieran objetivarse y medirse, para perseguir así fórmulas que nos condujeran a mayores cotas de satisfacción global. Pero, intuitivamente algo nos dice que esto nunca podrá ser… No hay objetivación posible en algo tan subjetivo como el crecimiento personal, creo yo. Y aquí podemos encontrar la clave del fracaso del sistema educativo en el sentido de que la enseñanza reglada y objetivada no da sujetos más emancipados, libres, maduros y “crecidos” como habrían esperado nuestros abuelos, para quienes estudiar era un privilegio reservado a los ricos. Es obvio que el acceso a la cultura crea personas con mentalidades más abiertas, que son capaces de desentrañar lo esencial de lo superficial. Pero hoy por hoy a pesar del elevado número de personas que acceden a estudios superiores, no tenemos la sensación de vivir en una sociedad radicalmente más avanzada -plagada de personas realizadas- que hace unas décadas. Esta no es una sensación personal, ¿verdad?. Y creo que la clave está en que el proceso de crecimiento es un proceso no objetivable, sino subjetivo, único para cada individuo, que contrasta con la tendencia permanente hacia la objetivación del sistema educativo y los métodos académicos.
El niño nace y lo primero que percibe es a sí mismo, aunque necesite un proceso de aprendizaje -¿que dura toda la vida?- para entenderse… Nace con una pulsión de sí mismo que debe aprender a controlar y modular por el principio de realidad. Su entorno se encargará de enseñarle a contener su pulsión y a guiarse por algo que está fuera de sí mismo, pero que en buena medida interioriza (es la idea subyacente en el Superyo de Freud). Se trata de que el niño aprenda a objetivar, a controlar sus impulsos para tener comportamientos socialmente aceptables que le permitan convivir con otros en las reglas de juego que rigen cada sociedad.
Va adquiriendo modelos de comportamiento y normas objetivadas que le dictan desde algo exterior a sí mismo -aunque hayan sido ya asimilados e interiorizados- cómo comportarse para… Siempre hay un “para” cuando se actúa desde parámetros no inmanentes. “Hay que portarse bien para que mamá esté contenta y te quiera”; “hay que estudiar para aprobar los exámenes y pasar de curso”; “hay que vestir a la moda para no ser rechazada”; “hay que tener un trabajo para poder ser económicamente independiente”; etc.
Actuar según estas pautas da una sensación de seguridad al individuo. Seguridad de que va a ser aceptado en el grupo, de que está tomando las decisiones que se esperan de él y le van a deparar un mejor futuro, etc. A título de ejemplo, en sociedades con normas morales muy cerradas salirse de la norma puede poner al individuo en una situación muy delicada. Igualmente, quien hoy se sale de los patrones de consumo y estilo de vida considerados normales también se pone en una situación social delicada. Pero podríamos pensar en otros miles de ejemplos más sutiles como el lenguaje que utilizamos para que se nos etiquete de una u otra manera, lo mismo sobre el vestir o los hobbies que tenemos o los deseos que declaramos o lo que decimos y callamos en una reunión o ante el jefe… o los comportamientos derivados de la disciplina de partido en política…
Pues bien, llego a la conclusión –que supongo será obvia para muchos, pero quizá no para otros- que crecer es volver al deseo, a lo inmanente, es decir, a lo que surge del ser, quitándose capas de seguridad que te ofrece lo exterior, lo objetivado, o dicho de otra manera, establecer una nueva relación actitudinal en términos de pensamiento, emoción y acción con la propia subjetividad. El proceso de crecimiento es así un proceso de desaprendizaje y desprendizaje de elementos objetivos que nos daban una aparente seguridad para dejar que la subjetividad se despliegue, para irse encontrando uno con la desnudez de sí mismo: lo único que siempre lo va a acompañar.
Claro que entiendo este proceso como algo absolutamente social, no como una huida hacia uno mismo –cual si se tratara de un monje que se encierra en un monasterio para el resto de su existencia-, sino como un surgir de una individualidad más rica, que aporta más a su entorno y sociedad; que se erige sobre cimientos más sólidos por ser inmanentes, y por tanto indisociables del ser, inquebrantables.
Se avanza en el proceso de crecimiento, esencialmente subjetivo, a través de la compleja red de relaciones de todo tipo que cada individuo teje. Desprendiéndose de miedos, complejos y limitaciones, sin romper la red. Esto hace que sea tan difícilmente extrapolable y generalizable, aunque, como decía antes, la expresión de otras vivencias y subjetividades es fuente de mejor comprensión de la propia esencia. Recientemente leía el autobiográfico “El lugar” de Annie Ernaux que habla de la dolorosa búsqueda de un espacio diferente al que su entorno más cercano le ofrece, en coherencia -yo diría- con su plano de inmanencia. Es una mirada interesante sobre el sufrimiento con el que se recorren estos procesos.

Y tras todo esto, tras hablar de toda esta complejidad, vuelvo a un tema que he dejado enunciado en el primer párrafo: cómo se está abordando este tema desde las llamadas herramientas de gestión de personas.
Es obvio que alguien que vive su trabajo como algo que le motiva, le ilusiona, le emociona aportará muchísimo más que alguien que lo vive como una estresante y alienante pero ineludible obligación. Creo que nadie argumentará en contra de la tesis anterior. Ahora bien, el siguiente paso, una vez adquirimos conciencia de ello, puede ser –y de hecho en muchas ocasiones así es- algo así como: “es conveniente que el trabajo te ilusione, luego, te ordeno que tu trabajo te ilusione”, por supuesto, dicho con florituras, bonitos discursos, ejemplos de buenas prácticas, etc. Con esto el trabajador debe asumir otro elemento exterior más que se le impone, es decir, el de no dar muestras de que su trabajo no le motiva. Es fácil entender que esto no da como resultado un trabajo realmente realizador, sino que, como mucho, creará un nuevo plano de lenguaje y modos, contaminados de cinismo. Es fácil –en muchas ocasiones- descubrir la vacuidad de los discursos que hablan de lo importante que es lograr que el trabajo sea realizador, cuando se pretende que esto suceda “sin mover ninguna ficha”. Por decirlo de otro modo, que a alguien su trabajo le realice y le sirva para desarrollarse no es algo que pueda estar en manos del líder del equipo de trabajo si todos los elementos clave vienen dados. Si lo que queremos es un trabajo realizador, no basta con discursos, sino que hará falta que la esencia del trabajo pueda ser modificada, porque, en definitiva, es realizador aquello que surge de la propia subjetividad, y de ello tenemos un buen ejemplo en las artes. Suele caerse en una incoherencia total entre la pretensión de que una actividad sea realizadora y el hecho de que el sujeto que la realiza no tenga margen de decisión sobre el cómo, el qué, el cuándo y el para qué de dicha actividad. Concluyo así, diciendo que apropiarse de lo que uno hace es condición indispensable para que lo que uno hace le resulte realizador.
Maite Darceles

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Cuaderno de trabajo 4: Educación
Ego, reconocimiento y poder, 10-08-09