Hace ya unos meses, en pleno invierno de días cortos y noches largas, salí de casa más temprano que de costumbre, estaba muy oscuro y pensé que la calle de debajo de casa necesitaría más iluminación. Me acerqué con el coche hacia la verja metálica que se abre cuando te aproximas, y vi dos figuras humanas justo un par de metros antes de la verja. Menos mal que los he visto, -pensé- podía haberlos atropellado. Estaban en la carretera, a mi derecha, fumaban y según me acercaba se separaron como si se hubieran enfadado. Hacía poco una amiga me contaba que le entraron a casa a robar y que se llevaron todo lo de valor que encontraron, sin destrozos; al parecer les habían vigilado para saber cuándo estaban y aprovecharon el único rato que la casa estaba vacía. Este pensamiento me hizo sospechar de estas dos personas, lo reconozco, y cuando detuve el coche para que la barrera se abriera, fije mi mirada en ellos con la intención de saber algo más.
Las dos figuras eran un hombre y una mujer; empezaron a aproximarse al coche con movimientos certeros, sin vacilación, los dos a la vez, y para mi estupor el hombre abrió la puerta delantera a la vez que la mujer abría la puerta de atrás. Sentí pánico, me tenían completamente: grité y apreté el volante con todas mis fuerzas para hacer sonar el claxon un par de veces. Sentí que me había tocado, que poco iba a poder hacer, no me había dado tiempo de cerrar las puertas del coche, todo había sido tan rápido... ¿Qué querían? ¿El coche? ¿Otra cosa? ¿Cómo me iban a intimidar? Pensé en mis hijos...
De pronto, hablaron los dos a la vez: ¡Qué susto! Tienes el mismo coche que nuestro hijo. Perdona - creo que dijo el hombre, y la mujer añadió algo así como: “vaya comienzo de mañana que te hemos dado”. Debí de titubear algo así como “lo siento”. Cerraron las puertas enseguida y yo iba recuperándome del sobresalto. Había tenido el mejor final que me podía imaginar, me sentí muy feliz: nada estaba en peligro, todo había sido un malentendido, alimentado por esa desconfianza que a veces sentimos hacia el género humano. Abrí la puerta de nuevo para disculparme por mi reacción con alguna expresión como “es que con las cosas que se oyen...”.
El acontecimiento me conmocionó, reflexioné sobre él y lo compartí con otras personas. He aquí algunas ideas:
Sobre percepciones e interpretaciones
Ese mismo día teníamos una jornada en la que entre muchas otras cosas hablamos de percepciones, de cómo cada uno percibe la realidad bajo unos prismas, que lo que percibimos no es la realidad sino una interpretación que hacemos de ella: mi anécdota matutina era un buen ejemplo de ello. Ahondando en esta idea, recientemente asistía a una conferencia de la Profesora Itziar Laka en Donostia que llevaba el título de una película de Isabel Coixet (“La vida secreta de las palabras”). Decía algo así como que no percibimos la realidad tal cual es, sino que construimos la percepción combinándola con nuestros conocimientos. Nos puso algún ejemplo de percepción auditiva para quedarse boquiabiertos.
La anécdota que contaba es también una muestra de que no nos podemos fiar del todo de nuestras interpretaciones, pero por otro lado, esta percepción/interpretación es el único medio que tenemos de captar la realidad (hubiera sido temerariamente imprudente si hubiera actuado con naturalidad cuando dos desconocidos pretenden entrar en mi coche sin más).
Por tanto, todo esto me lleva a la siguiente conclusión: si nuestras percepciones/interpretaciones están siempre, al menos parcialmente, equivocadas, cuando queremos captar fenómenos complejos la vía más fructífera será la de hacer que distintas personas perciban e interpreten y lo pongan en común.
Sobre deshumanización de las relaciones, violencia y banalidad del mal
Lo que me hizo percibir la situación de riesgo extremo fue su falta de vacilación. La realidad era que no vacilaban porque habían quedado en encontrarse con su hijo para ir juntos en coche a alguna parte, y hacían el inofensivo acto de que el padre y la madre entran en el coche de su hijo. Pero esa interpretación era totalmente inaccesible para mí en ese momento y su no vacilación la interpretaba yo como que sabían qué querían y cómo lo iban a hacer para conseguirlo: era una agresión a mi libertad perfectamente calculada y coordinada.
Si se hubieran acercado a preguntarme algo, no lo harían abriendo los dos a la vez el coche, antes de abrir la puerta, esperarían que yo bajara la ventanilla... Para mí su acto de no vacilación sólo tenía una interpretación: “saben lo que quieren, yo soy un mero instrumento para que consigan lo que quieren”.
Este pensamiento me lleva a reflexionar sobre la deshumanización y la violencia: Siento que sólo soy un instrumento para sus fines, la relación no se produce entre personas, sino que está deshumanizada y la siento como violenta y agresiva.
Siguiendo con esta reflexión derivo en la idea de la banalidad del mal, acuñada por Hannah Arendt. El mal se convierte en “banal”, o dicho de otro modo, la dimensión total del mal queda reducida a una dimensión banal. Sucede cuando el despliegue de la estrategia del mal se desarrolla como acciones planificadas en las que los ejecutores lo hacen de forma vicaria, por delegación. Y diría que cuando alguien que no sufre de ningún secuestro emocional, expresión que gusta a los teóricos de la Inteligencia Emocional, comete un frío acto de mal, sin vacilación, en realidad sí está secuestrado, lo está por la banalidad del mal.
Y seguiría diciendo que todo acto frío, aunque no aparezca como agresivo, contiene el germen de la deshumanización y así también de la banalidad del mal. Y esto me llevaría a otras muchas reflexiones que hoy no, pero vendrán...
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