Hace unos días oía en la radio la triste noticia de un trabajador de la construcción muerto en accidente laboral. Me conmocionó como siempre conmociona una muerte, aunque sea lejana, anónima, ajena…
Me siento en cierto modo incómoda utilizando un hecho de esta gravedad con las dramáticas consecuencias que habrá tenido para sus allegados, pero me resulta imprescindible aludir a este suceso para escribir la pequeña reflexión que me sobrevino. La expresión que oí en la voz de alguien que denunciaba tan terrible suceso me hizo pensar. Este alguien quería llamar la atención sobre la pérdida “del valor económico” desaparecida con el trabajador. Me impactó. -¿Pero a qué se está refiriendo?- pensé -¿A que este trabajador contribuye a una millonésima parte del PIB? -¿Y qué más da?, -¿A que sea un importante consumidor de latas de Coca Cola o de botellas de Txakoli o de…? -¿Y qué más da?, -¿A que sea un leal contribuyente a las arcas públicas? -¿Y qué más da?...
¿Qué más da todo eso cuando la vida desaparece? ¿Mi vida merece la pena porque contribuyo con algún que otro ladrillo al edificio económico? ¿Porque participo de una u otra relación económica? Me resisto con toda rotundidad a aceptarlo. Mi vida y la tuya tienen otro sentido, otro significado, distinto, indiferente al que en un momento dado podemos asumir en el entramado económico. No hay que pensar demasiado para percatarse de los aberrantes discursos a que nos llevaría valorar las vidas en función de su inserción y relación con lo económico: cinismo, frivolidad, deshumanización.
El sistema económico y las lógicas económicas son constructos humanos que, como muchas de las producciones humanas, llegan a tener múltiples consecuencias no predichas, no controladas, no deseadas. Sentenciar, sugerir, insinuar siquiera que el valor del hombre queda determinado –aunque sólo sea parcialmente- por su acoplamiento al entramado económico es como entrar de lleno en un cuento de ciencia ficción donde el hombre termina sirviendo a la máquina creada por sí mismo: el sistema económico confiriendo significado a las vidas. ¿Tan cerca estamos de esa mentalidad o es un mero espejismo?
Intuyo que no había mala intención en el autor de la desafortunada alusión, quizá todo lo contrario. Creo que sólo pretendía valorizar por todas las vías que llegaba a imaginar la vida humana, y en esas quiso utilizar un lenguaje “capitalísticamente correcto” para que, hasta desde la óptica ciega –no humana- del capital, se pudiera entender esta pérdida humana.
Pero este interlocutor se equivocó. El lenguaje es un instrumento humano para que sea utilizado entre humanos, no para que sea “entendido” por las máquinas creadas por nosotros. Las máquinas pueden procesar la información, pero no dotar significados.
Era una expresión sutil que probablemente pasó desapercibida para muchos radioyentes, pero a mí se me empezaron a erizar los pelos, porque inconscientemente contribuía a crear un lenguaje deshumanizado. ¿No estamos cayendo con demasiada frecuencia en un lenguaje -que propondría llamar- “capitalísticamente correcto”? El lenguaje es la herramienta básica que tenemos para conocer el mundo, y así, para transformarlo, pues es el conocimiento la herramienta que nos permite su transformación. Creo sinceramente, y con gran preocupación, que el uso de un lenguaje deshumanizado contribuye y contribuirá a una transformación del mundo en clave de deshumanización. ¿Intentamos evitarlo?
Maite Darceles