Hablando con niños

Hace unos días escuchaba en la radio una interesante entrevista a una psicóloga o pedagoga (no recuerdo su nombre, lo siento) sobre la depresión infantil. Planteaba que la depresión infantil es algo muy poco habitual. Lo que sí se da con más frecuencia es que un niño o niña muestre apatía, desgana, esté triste… Decía que esto suele ser la expresión de una situación que no se está consiguiendo afrontar con éxito y le frustra: puede tratarse de algún problema con algún otro niño o niña, en sus estudios, en la relación con sus padres, etc. Sólo cuando una situación así se prolonga por mucho tiempo –muchos meses, años…– es cuando deriva en una depresión infantil. Por tanto, el mensaje es claro: las señales de apatía y de tristeza son síntomas de situaciones que al niño o niña están desbordando, por lo que deberíamos tratar de indagar y solventar la causa y no enfocarnos demasiado en curar el síntoma.

Decía también que las madres y padres solemos caer en un error al tratar a nuestros hijos en estas situaciones: cuando los vemos apáticos y tristes los mimamos, los tratamos de animar con múltiples alternativas. Y esto puede tener el efecto negativo de que el niño o niña empiece a mostrarse apático como estrategia, con el fin instrumental de conseguir nuestra atención y mimos (creo que la llamó “apatía funcional”).

Por ello proponía esta entendida que nuestra actitud ha de ser la de tratar de aproximarnos a los niños, no cuando se muestran apáticos, sino cuando se ilusionan con algo, cuando se muestran más alegres… De lo contrario estamos ayudando a que desarrollen ese tipo de estrategias dañinas.

Me parece muy interesante y una idea útil, supongo que lo difícil es ponerlo en práctica, ¿cómo reprimirte cuando ves triste a tu hijo y esperar a que se alegre por sí mismo para acercarte?

Recientemente, en una interesante reunión que tuvimos, uno de los participantes comentaba que una prima suya trataba de educar a los niños en la ilusión y valoración de las cosas: “Ella no les compra cuentos, sino que van a la biblioteca una vez a la semana a cogerlos de allí. Llegan con toda la ilusión y puede que aquel que querían no esté: hay que esperar otra semana.” Con lo fácil que es comprarles cosas, aquí se fomenta el que se valoren y se cuiden, se enseña a esperar, a querer. Educar en la frustración, en la superación, en que se valore lo que hay, etc. es algo que me parece muy importante, y que reconozco que como madre me cuesta hacer: soy de las que hago cualquier cosa para evitarles un mal momento, un ratito de sufrimiento… Tendré que aprender, pero no sé si lo lograré, supongo que tendré otras virtudes… (Ah! y un apunte de soslayo: puestos a ser menos consumistas, ¿se nos ocurren ideas para prescindir de otros objetos o servicios además de, o antes que, de libros?)

De todas formas, mi reflexión, aparte de estos apuntes sobre educación, quería centrarse en el siguiente tema. Decíamos: “Más aproximaciones a nuestros hijos cuando se muestren alegres e ilusionados que cuando no, y tratar de indagar en las causas que puedan estar detrás de sus momentos bajos”, y añadía “pero nunca hablar de su estado emocional, no expresar que nos acercamos cuando están alegres y que lo hacemos menos cuando están tristes…” Nosotros actuamos con una estrategia consciente, pero debemos procurar que esa estrategia no sea consciente para el niño. Esto es muy habitual en educación: Lo que diferencia a los padres de los hijos es que los primeros tienen las herramientas que su madurez intelectual y emocional les proporciona para ser más capaces de interpretar y elaborar lo que sucede, la realidad. La explicación intelectual de algo, antes de tener la madurez suficiente para asimilarla correctamente, no sólo es ruido inocuo, sino que puede tener efectos negativos, si fuera interpretado de forma equivocada y perjudicial. Esto hace que, como todos sabemos, con los niños haya que hablar mucho, pero en registros distintos a los que utilizamos entre adultos.

Pero mi reflexión iba un poquito más allá: hacía en mi mente una analogía entre los niños y los adultos para quienes un determinado conocimiento aún no es inteligible. No es que crea que haya que tratar a adultos como niños. No. A lo que me refiero es que, a veces, la secuencia lógica de “primero lo entiendo intelectualmente y luego paso a experimentarlo”, no es válida, ya que así entraríamos en un círculo vicioso; la comprensión intelectual requiere la madurez que sólo la experiencia puede brindar, por lo que no hay otra que lanzarse a la experiencia para luego poder entender también con el intelecto.

Me refiero a aquellas áreas de conocimiento en las que el sujeto cree tener una opinión formada y haber alcanzado una comprensión intelectual, pero basada en una manifiesta ausencia de experiencia, con lo que la comprensión no tiene contenido, es vacía.

En estos casos, el debate intelectual resulta ciertamente aburrido, por muy bien articulado que aparezca el discurso.

También se da, muy frecuentemente y en muchos ámbitos, que aquellos que no tienen un conocimiento vivencial (contrastado con su propia experiencia de la realidad) en determinada materia, tratan de diseñar y teorizar sobre los cursos de acción, en lugar de apoyarse más en aquellos que, partiendo de su experiencia, desarrollan elaboraciones conceptuales que resultan útiles a ellos mismos y también a otros.

Quizá sea polémico esto que voy a decir, pero creo que así como no llegamos a ninguna parte si los niños utilizan un lenguaje de adultos, tampoco llegamos a ninguna parte cuando los adultos utilizamos un lenguaje (ideas, conceptos, formulaciones) que hemos aprehendido sólo de forma intelectual, sin haberlo experimentado, sentido, vivido, es decir, ratificado a través del contraste con múltiples experiencias de nuestra realidad.

Quizá pueda expresarse esto diciendo que reivindico, tanto desde su potencialidad transformadora como interpretativa de la realidad, la parte subjetiva del conocimiento frente a su parte objetiva. Y si compartiéramos esta visión, debiera hacernos pensar en una profunda transformación de la educación, la transmisión de conocimiento y el acto formativo.

Apertura y duda

  • El problema de la teoría es que nos la creamos.
  • Las teorías, los conceptos, las ideas sirven para interpretar la realidad no para explicarla.
  • Fijarnos demasiado a una idea nos mutila como personas, como seres inteligentes y como agentes.
  • La historia y la vida nos ofrecen innumerables ejemplos de esto.

Recomiendo este artículo de Gustavo Martín Garzo (que ya llevé a delicious, twitter y demás) para seguir reflexionando sobre estos temas.

Recientemente tuve la oportunidad de escuchar una conferencia de Claudio Naranjo y me ha hecho pensar sobre la espiritualidad: ¿Qué es? ¿Me atrae?

Si entendemos la espiritualidad como el desapego de las ideas, en busca de una dimensión de vida diferente a –o capaz de trascender de– la ficción que cada una nos construimos (en lo simbólico y en lo imaginario [1]), bienvenida sea.

El centro de esta ficción es el ego, y se expresa en todo nuestro flujo mental (pensamiento, delirio, sueño) y, por supuesto, también en nuestra acción (que en el extremo sería obsesiva, instrumental, calculada…).

Se habla, así, de vaciar la mente, pero no en sentido literal, claro, sino –entiendo– en el de desapego, o capacidad de observarnos, de sentirnos sin que esta pseudopersona que nos hemos construido en esa ficción se nos apodere y la identifiquemos con “yo”.

La espiritualidad así entendida es un buen terreno para la materialidad o acción de transformación social. Me explico:

Puedo llegar a entender una idea como no válida y desapegarme de ella, pero la comunidad, la sociedad, me sigue exigiendo que opere según sus pautas. Es el pan nuestro de cada día.

Transformación significa, entonces, poder construir un simbólico e imaginario más acorde a mi autenticidad sin que ello me aleje de lo social. Cuando no cabe la transformación la sociabilidad exige alejarme de mi autenticidad (adaptación, conformidad): vivo a través de este personaje interpuesto que podemos llamar ego. La ausencia total de sociabilidad es algo así como la muerte en vida. Pero ¿y qué es la ausencia total de autenticidad en la vida, la presencia invasiva, exclusiva, masiva de egos y personajes? Quizá sean seres nunca nacidos.

Hablaba de entender la espiritualidad como esta capacidad de desapego a las ideas. Sin embargo, no parece que sea ésta la única visión de espiritualidad. Si entendemos la espiritualidad como lo contrario, es decir, como la fijación a unos ideales, no la quiero, ni para mí ni para la humanidad. Esta siempre conduce a lo contrario de aquello que predica; niega la transformación, exige adaptación y conformidad; encubre atrocidades, o cuando menos, deriva en irresponsabilidad social y dolor (soy consciente de que el sufrimiento es parte inseparable e inexorable del vivir).

La sociabilidad nos exige renunciar al camino de la autenticidad.
La responsabilidad social exige transformar los planos imaginarios y simbólicos de las comunidades para que alberguen a seres más auténticos, menos dependientes del ego.

Todo esto me hace pensar que el clásico “Conócete a ti mismo” no es suficiente, sino que también es necesario profundizar en las lógicas del sistema, en los elementos y fuerzas de relación y poder establecidos en la sociedad para otro posible mundo mejor. Con apertura y con actitud de duda.

En todo caso, una espiritualidad que nos haga más capaces de transformar el mundo, la sociedad, y no una que nos evada de ella; aunque ésta es legítima como solución individual, no lo es como colectiva.

“¡¡Qué complejo!!” podéis decir, pero ¿nos creemos el mensaje de la complejidad del mundo en que vivimos o qué?


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[1] Este escrito está basado también en un esfuerzo de reinterpretación de los tres registros (Lo Real, Lo Imaginario y Lo Simbólico) de Lacan sobre los que también elabora Žižek.

Nota: la imagen es del cartel de la película Cien Clavos