Rafael Echeverría da
fin a su trabajo “Ontología del lenguaje” con un epígrafe titulado “La vida como obra de arte” que me gusta, tanto por su
contenido general como por las referencias que hace de Nietzsche sobre el niño, el camello y el león y sobre
Sócrates y la tragedia griega.
A su vez, me sugiere un hilo de reflexión que trataré de
desenmarañar. Siempre que tocamos el tema de la construcción del ser, de
uno mismo, de la personalidad, de la vida... vamos a topar con una abrumadora complejidad.
La libertad a la que aspiramos tiene que ver con
desarrollarnos desde nuestra autenticidad. Autenticidad como aquello que
conecta con lo que está dentro de nosotros.
Ahora bien, si en lo inmanente es tan suyo su origen (desde dentro del ser) como su vocación teleológica (aquello que trasciende al ser hacia lo que se orienta o busca), encontraremos que nada axiomático podemos decir sobre lo inmanente, por cuanto que todo lo que es inmanente está cruzado, entrelazado y en recursión continua con todo lo que al ser se le ofrece desde el exterior para que lo adopte como “suyo” e incorpore a sus mecanismos inmanentes.
Virginia Imaz en un precioso artículo que titula “Entiendo el humor” escribe:
“El humor o la falta de él responde a la "domesticación" profunda que conlleva la culturalización en el seno de cada tribu y clan familiar. En algunas ocasiones ha habido o hay permiso para la risa y en otras no y en el mejor de los casos hemos terminado aprendiendo a reír gracias que no nos hacían ninguna gracia. Quizás os ha pasado también, cuando se hace muy complicado explicar que no es que no hayamos entendido el chiste sino que no nos hace gracia, cuando le hace gracia a "todo el mundo". La penalización por la ausencia del sentido del humor hegemónico es tan fuerte, que a menudo los diferentes colectivos marginados o excluidos han acabado automatizando para reír referentes ajenos como propios.
Reír es bueno. Muy bueno. Siempre y cuando se trate de un ejercicio de libertad. Se ríe quien sabe, quien puede y quien quiere y de lo que le hace gracia. Lo demás puede derivar en la tiranía del buen rollo y de lo políticamente correcto: me río cuando toca, de lo que toca y donde toca.”
A veces, somos plenamente conscientes de que estamos haciendo un paripé, y no hay inmanencia en nuestra risa, es un mero aparentar. Pero esto no siempre es así, no siempre somos conscientes de que nos meten peces en nuestra pecera, y es requerido un profundo proceso de autoconciencia para descubrir aquello que “no era nuestro” pero hemos adoptado de una forma probablemente bastante obligada. Los procesos de autoconciencia de las mujeres dan cuenta de esto. Lo podemos ver en el siguiente párrafo de Marta Malo de Molina:
“los grupos de autoconciencia en sentido estricto nacen en el seno del feminismo radical estadounidense a finales de la década de 1960. Será Kathie Sarachild quien, en 1967, en el marco de las New York Radical Women, bautizará esta práctica de análisis colectivo de la presión, a partir del relato en grupo de las formas en las que cada mujer la siente y experimenta, como autoconciencia [consciousness-raising].
Desde sus orígenes, los grupos de autoconciencia de mujeres se proponían, según los términos de las feministas radicales, «despertar la conciencia latente» que todas las mujeres tenían de su propia opresión, para propiciar la reinterpretación política de la propia vida y poner las bases para su transformación. Con la práctica de la autoconciencia se pretendía, asimismo, que las mujeres de los grupos se convirtieran en auténticas expertas de su opresión, construyendo la teoría desde la experiencia personal e íntima y no desde el filtro de ideologías previas. Por último, esta práctica buscaba revalorizar la palabra y las experiencias de un colectivo sistemáticamente inferiorizado y humillado a lo largo de la historia.” [Prólogo a Nociones Comunes. Experiencias y ensayos entre investigación y militancia, Marta Malo de Molina]
Indicaba al comienzo que se trata de un tema de abrumadora complejidad, que es, a su vez, lo que me ha alentado a escribir esta pequeña reflexión sobre el interesante texto “La vida como obra de arte” de Echeverría, del cual extraigo la siguiente cita:
“Desde el camino del poder [esta alusión al poder se deriva de la reflexión previa en la que rebate el concepto difundido de poder como algo despreciable y corrupto, para afirmar con Foucault, aunque distanciándose en una interpretación equívoca de él, que el poder está inserto en toda relación humana], el ser humano se define, no como un ente contemplativo que se deleita en la observación de la verdad, tampoco como un alma en pena que transita por un camino de pruebas y sufrimientos, sino como un creador de su propia vida. El atributo fundamental de los seres humanos es su capacidad de actuar y, a través de ella, su capacidad de participar en la generación de sí mismo y de su mundo. (…) Pero en la creación surge otro aspecto importante: se transforma en un ser libre. Creación y libertad se requieren mutuamente. Nuestra capacidad de creación nos hace libres. Pero así como la creación es el ejercicio de la libertad, esta última solo emerge en el acto creativo. La libertad, en el sentido mas profundo, no es una condición jurídica, sino una condición del alma humana.” [Rafael Echeverría]Estando de acuerdo en lo que plantea Echeverría, creo importante hacer una puntualización en el siguiente sentido:
- Lo que creemos inmanente muchas veces responde a elementos que hemos incorporado y que se alejan de nuestra autenticidad. Repito la dificultad de distinguir entre mi parte genuina y mi parte alienada, pero muchas corrientes han trabajado en este espacio: feminismo, reivindicación sexual, reivindicaciones étnicas, comunidades lingüísticas minorizadas, reivindicaciones sociales y de superación de clases, etc. Me remito a estos tantísimos ejemplos para demostrar que gran parte de lo que uno es, no es más que lo que la cultura hegemónica del contexto histórico en el que se desenvuelve espera que sea. Y a esto yo no le llamo ni libertad ni autenticidad.
- Así, relaciono este texto con “La fábrica del hombre endeudado” de Alfonso Vázquez donde dice: “Devaluado el trabajo colectivo, el individuo debe constituirse como la fábrica de sí mismo para poder endeudarse y responder a la promesa de restituir la deuda, como ya había adelantado Foucault. Ya no se llama a trabajar –no hay “empleos”– sino a ser emprendedor para construir –en solitario– tu propia vida de consumidor activo.” Y reflexiono sobre lo bien que viene al discurso del poder establecido planteamientos como el de Echeverría –que repito, comparto– para transformar la idea de la “generación de sí mismo” genuino y libre en la “generación de sí mismo” adaptado a las necesidades del sistema capitalista actual o tardocapitalismo, como se le suele llamar: obediente y acrítico emprendedor, obediente y acrítico endeudado, obediente y acrítico contribuyente, obediente y acrítico consumidor consumista, obediente y acrítico...